A sus dos niños cinco cerezas para cada uno. Aunque son niño y niña, cada vez es más difícil distinguirlos; conforme el juego avanza, se van despojando de los tradicionales símbolos de la identidad de género (una diadema, distinto calzado), y el juego se vuelve más revelador. Aquí manda el lenguaje de la imaginación, que no tiene género, a medida que los niños experimentan con las cerezas y las convierten en cualquier cosa, desde una fruta embrujada hasta una medicina o un ramo de flores. A eso se suman las audaces ilustraciones de Facchini, que incitarán a releer este cuento una y otra vez.