España siempre ha sido una nación bellamente perfumada, un país donde el buen olor siempre ha tenido vigencia. Desde sus primitivos ritos sagrados, con divinidades matriarcales de pechos perforados de los que manaban ricos ungüentos aromáticos de terebinto y ládano hasta forjar una fértil industria perfumera en el noreste peninsular. De Tartessos a Barcelona: una ruta fragante que no da tregua en ninguna etapa histórica. Patria mestiza donde las tradiciones grecorromanas se acomodaron y las árabes se afianzaron. Al-Ándalus, sin duda, supuso el germen de la perfumería moderna de Europa. De Castilla, cum laude en el uso de alambiques y alquitaras, salieron los recetarios que perfumaron buena parte de las cortes medievales y renacentistas europeas (Francia e Italia incluidas). Aguas olorosas, ignotas, que permutaban el clásico óleo por bases alcohólicas inéditas hasta el momento. Incluso encontramos una nueva funcionalidad al perfume: el que se come, finos confites aromáticos de ámbar, huevo, azúcar y almizcle, con esencias de rosa, azahar o anís; delicatesen de las dinastías regias y medicina para contrarrestar el aliento letrinero, que diría Quevedo. Sobre todo, España es comarca de rica materia aromática: azahar, ládano, anís, ciprés, enebro, espliego, lavanda, cítricos, tomillo, romero, rosa, salvia, hisopo, laurel, manzanilla, pináceas Agraciada con varios climas, azotada por el Cantábrico, rozada por el Atlántico y besada por el Mediterráneo, la verdadera esencia de este país que siempre olerá a colonia.