Holga cogió todo lo que Edgin le había indicado, y alguna que otra cosa más, y salieron por la puerta trasera.
Había sido demasiado fácil. Se quedaron de pie a la luz de la luna fuera de la casa de empeños. Edgin se dio cuenta al fin de que la emoción había provocado que le temblasen las extremidades: la euforia de tener tanto dinero en las manos para alimentar durante meses a su pequeña familia. No se arrepentía de absolutamente nada. Pendro se lo merecía y, si él perdía, ellos ganaban.
Volvieron juntos a la cabaña y, aunque Holga no sonreía, Edgin se percató de que caminaba con algo más de cuidado, con una ligereza que no había notado antes en ella. Trabajaban bien juntos y se preguntó si la mujer había pensado en algún momento repetir algo parecido en el futuro.
No le parecía mala idea...