Se me ven los puntos negros que me salpican la clavícula por debajo de la camiseta blanca y justo por encima del peto. Una ruedita de engranaje tatuada por cada mecha derribado.
Ochenta y siete engranajes.
Ochente y siete mechas menos en el mundo.
Conozco el montaje de los Ráfagas, y cada vez que penetro en sus extremidades sé exactamente qué piezas arrancar y destruir para que esa atrocidad se derrumbe como un castillo de naipes. Porque, por mucho que a Deidolia le guste jactarse de lo contrario, la línea que separa a sus deidades de la chatarra se desdibuja con el odio de un solo ser humano.
Sonrío a mi reflejo. No diré que soy sinónimo de caos, no realmente. Si el mundo me ha enseñado algo es que los humanos no tenemos derecho a jugar a ser dioses.
Pero soy una Asesina de Dioses, y eso se le acerca bastante.