AA.VV
¿Es necesario buscar pretextos para recordar a Sam Peckinpah, uno de los directores más singulares,
violentos y poéticos que ha dado la historia del cine? Muchas de sus imágenes, personajes y diálogos
están incrustados a perpetuidad en la memoria cinéfila y sentimental de varias generaciones. Pero en
su contra siempre jugaron sus arrebatos, inseguridades y ética personal. Su entrada en la industria de
Hollywood fue tormentosa: se enfrentó a los ejecutivos del estudio por la producción de su tercera
película, Mayor Dundee, y fue despedido del rodaje de El rey del juego. Sin embargo, pronto se revelaría como uno de los cineastas más personales y rompedores de aquel Nuevo Hollywood que acabó
de oficializarse en 1969, cuando él realizó una de sus obras capitales, Grupo salvaje. Luego, la brutal e
inquietante Perros de paja consolidó su posición como director de culto, derribando los tabús de la violencia en el cine, presentándola en su estado primario, a menudo en ese ralentí sanguinolento que se
convirtió en la seña de identidad de su creador.
Peckinpah era como los personajes de sus películas. Él era el William Holden de Grupo salvaje, el
Jason Robards de La balada de Cable Hogue, el James Coburn de Pat Garrett y Billy el Niño y el Warren
Oates de Quiero la cabeza de Alfredo García. Pero también era un hombre manipulador, atrabiliario y
adicto al alcohol y la cocaína, una debilidad que inevitablemente sacaba a la luz lo peor de su per -
sonalidad. La gente que le odiaba, le odiaba mucho. Hasta sus amigos pensaban que era insoportable.
Esta aureola de tipo pendenciero, bravucón y un poco chalado ha acabado ensombreciendo su admirable legado artístico.
Autores de la talla de Roger Ebert, Pauline Kael, Bertrand Tavernier, Vincent Canby,y Bosley Crowther,
entre otros, se encargan analizar la filmografía de Peckinpah desde todos los ángulos posibles