La enfermedad mortal. La enfermedad del yo. No poder salir de sí mismo, enquistado en la propia mismidad, estar condenado a exponer en un eterno bucle la falta cometida, una y otra vez, sin esperanza. Petrificados en la angustia. Tiempo y sufrimiento. Fue Kierkegaard quien, en otro contexto, al reflexionar sobre la desesperanza como ?enfermedad mortal? ??mortal? precisamente no porque cause la muerte sino porque elimina esa posibilidad-, afirmó que la desesperación es una enfermedad propia del espíritu del yo ligada a la eternidad: porque el yo, enclavado en sí mismo, ?desesperado cabalmente desespera por eso, por no poder destruirse, y esto es lo que en realidad constituye su tormento?. El tiempo de la desesperanza es por ello el tiempo de un eterno presente que se encuentra reconducido de nuevo al principio, en la forma de una insoportable circularidad. Castigo impuesto exteriormente o autoimpuesto (?de nosotros mismos procede el mal que padecemos? dirá Swedenborg), lo que se repite no es nunca el goce o el placer sino el dolor y el sufrimiento. Su fin es la prolongación eterna del suplicio y la pérdida del sentido del tiempo: quien lo padece ya no tiene, paradójicamente, futuro. Describe Dante en la Divina comedia cómo los condenados en el noveno círculo del Infierno, hundidos en el hielo y petrificados por él, se ahogan eternamente por una pena que ni siquiera puede ser aliviada por el llanto; llorará Oscar Wilde siglos después la suerte de su muerte en vida, donde el tiempo no avanza, donde no hay estaciones, salvo la de la amargura, donde todo se enquista en el círculo de la angustia, y donde ?lo que tú has olvidado ya, o estás a punto de olvidar, me está sucediendo a mí en este momento y volverá a sucederme mañana?. Y sin embargo, aunque esta enfermedad del yo permanece como una constante asociada al sufrimiento que se ha de padecer en el infierno, la concepción de lo que constituya el infierno ha cambiado: si antes éste era asociado con un descenso a un inframundo, con un viaje a una esfera inferior de existencia, esto es, era un Infierno vertical y como tal había sido institucionalizado por Dante, hoy, tras la modernidad, el infierno no necesita de guías ni de cartografías, ni tampoco de descensos o viajes iniciáticos en el espacio o en el tiempo. No hay hogueras. Tampoco parrillas. No hay novelas de viaje. Lo que hay es el vacío de la existencia, la creencia de que el infierno son los otros (Sartre), el padecimiento de un sufrimiento tal que hace pensar que, estando vivos, el infierno es aquella ?sala grande y vacía [...] y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada [...]? (Primo Levi). Lo que hay es un infierno que puede sufrirse en vida, una narración que ha de entenderse ahora como catarsis o autobiografía, una primera persona del singular que habla ya no como testigo del dolor del otro, como lo hicieran Dante, Eneas u Odiseo, sino del dolor propio, como víctima y protagonista de la historia. Es la nueva concepción de un Infierno horizontal.